martes, 26 de noviembre de 2013


Parálisis de conciencia... paréntesis callejero que se nutre del pasado envuelto en sábanas de azufre. Cada coincidencia perdida, o encontrada, se desintegra en mis pies, casi como demostrándome la inexorable caída de los cielos, en un vuelo pragmático y singular, que descongela hasta el corazón mismo de mis pesadillas. No hay razón que me llene de astucia o perseverancia, en este símbolo que representa la simbiosis de mi ser con el terreno que me mantiene, siempre vigilante, rechazando la esperanza, se puede ver claramente, como si de una pantalla se tratase, la impasible visión del derrumbe caótico de mi ser. He estado alerta durante varias noches sin poder perseguir una hora de descanso, siempre rechazando la idea de dormitar por unos segundos, por no caer en la desgracia que ya sufrieron, tantas veces, otros que, como yo, estaban obligados al insomnio.
El ruido desciende insensiblemente, a veces aumenta y luego desaparece de nuevo. La tortura es aún mayor ahora que cree que puede encontrarme, ahora que siente que mis latidos aumentan en cada trayecto que recorro. Pero lo estoy perdiendo, lo presiento. Hace un par de lunas que vaga sin rumbo definido, tratando de identificar mi respiración jadeante por la notable falta de ejercicio. De todas formas, aún no estoy a salvo. Puedo percibir el odio que se apodera de su alma, imprimiéndole una cólera barbárica en sus movimientos, repletos de indecisión e incertidumbre. Debo amplificar, ahora y por la mayor cantidad de tiempo posible, las horas que nos separan y convertirlas en días, o semanas, tal vez. Ya aprendí a escapar de él, luego de tantos fracasos y tantas pérdidas, sé, exactamente, lo que debo hacer para lograr mi cometido. Estoy cerca de mi destino: aunque sea por ahora, puedo divisar que ha concluido, este sendero, en las puertas de mis ideas.
Rugen las tres bestias sagradas sobre esta nueva ciudad desierta que declaro, aún estando en un horizonte lejano, y con toda la megalomanía apoderándose de mi ser, será mi nuevo hogar, tan turbio y demacrado como el anterior, envuelto en malezas y pastizales, imponente como una selva de hojalata, pero impía y esquelética, rodeada de miasmas putrefactos provenientes de cataratas nacidas en los picos altos de los edificios del centro. Quizás, en algún tiempo lejano, haya estado habitada por esas mismas criaturas que rodearon mi primer escondite y me obligaron a abandonarlo, en una corrida heroica, aunque trágica; pero puede notarse, aún desde tanta distancia, que hace tiempo que nadie pisa estas calles repletas de mugre, insectos e invadidas por la espantosa vegetación que predomina en estos lugares.
Campanadas de inocencia... estrepitoso fulgor inducido por descuidos divinos. Debo partir ya. No puedo dejar que el sol descubra mi paradero, es prioridad adentrarme en lo desconocido para escapar de lo que no quiero volver a ver, ni sentir, ni oír. Aube vuelve a mi mente, siempre lo hace. Es como si su manto espiritual aún siguiera cuidando de mí, como solía hacerlo cuando estaba conmigo, siempre pendiente de la importancia de lo que yo dejaba ─y aún dejo─ pasar. ¿Puedo hacerlo solo? ¿Puedo pasar la prueba que se me ha impuesto? Tal vez sí... pero, ¿para qué serviría entonces? Sigo envuelto en el estado mas absurdo que la humanidad haya inventado en toda su aberrante historia. Puedo distinguir que nada me atrapa del futuro pero, aún así, vivo y busco seguir viviendo.
¡Oh maravillosa estrella que te posas sobre mi memoria! ¡Oh andar sempiterno de la sapiencia impoluta! Cae sobre mí con toda tu fuerza y revienta mi cabeza contra una roca hasta que mi sangre renueve en tus manos la humedad que el dolor y el llanto te han quitado. Muele a pedazos este corazón que no sabe por qué palpita sin verte; arráncalo de este ataúd de carne que acerroja mi alma, arráncalo y cómetelo para poder darme paz. Si el sentir no es nada al no tenerte, si maldecir no hará que estés de nuevo besando con dulzura mis cabellos o acariciando mis manos para darme esperanzas ¿Por qué continúo haciéndolo? Son fútiles los intentos de reconciliación con los recuerdos, no puedo barrer las cenizas de mis errores y pretender que, sin que nada se corrompa, en un estado de infinita armonía, los parámetros de realidad que se envolvían en mi sien, reconciliados por nuestras mentes, reaparezcan, súbitamente, reestablecidos como orden primordial de la rutina.
¡Oh maravillosa estrella que te posas sobre mi memoria! ¡Oh andar sempiterno de la sapiencia impoluta! No reniegues de tu idiosincrasia celestial al caer solemnemente sobre las planicies de lo oculto. Arrójame al mar hasta ahogarme en los abismos que rebozan de monstruosas apariciones desconocidas. No es vivir no poder abrazarte, no es sentir no poder tocarte, no es justo que el demonio que carcome nuestros cuerpos nos haya separado tan terroríficamente. No es humano el ser... si no soy contigo.
¡Oh maravillosa estrella que te posas sobre mi memoria! ¡Oh andar sempiterno de la sapiencia impoluta! ¡Oh majestuoso llamado de idiotez! ¡Oh parálisis de conciencia... paréntesis callejero que se nutre del pasado envuelto en sábanas de azufre! Calma esta sed de muerte que persigue mis huellas, aunque sea, hasta que descubra cómo poder retomar el rumbo de mis pasos.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Sin título o Página en 
Blanco
(Por Leandro E. Turco)

Capítulo primero
En la búsqueda

Paciencia si los datos no son precisos. No sé dónde mora mi ser por estos días... y hace ya tanto que vagamos por este mar de incertidumbres que no recuerdo cómo fue que llegamos a estar aquí. Llegar, sentir... Las palabras se amontonan en mi sien pero se pierden al instante. Lejos queda el arrollo de canciones ovaladas por el viento. ¿Qué conservo aún de mí? Los harapos de conciencia, el maltrato de la carne; el comienzo del desastre; mentes reflejadas en el cúbico reflejo de inocencia mutilada. Heme aquí expresando lo indescriptible.
¿Cuántos perdimos por el camino? No lo sé, jamás pude llevar la cuenta. Intento esquivar las matemáticas de cadáveres lo máximo posible, el aumento o la decadencia –nadie puede distinguir la diferencia de las cosas más marcadas– mientras luchamos por nuestros huesos, rezamos que se asemejen al acero, nos embadurnamos en ideas que bien podrían haber salido de las estúpidas reacciones de un adolescente. Pronto partiré de nuevo. Es casi una rutina escapar de noche, aunque esta no difiera mucho del día, siempre peleando con las sombras taciturnas e inmóviles conectadas al paisaje putrefacto que, aún después de quién sabe cuánto tiempo, me sigue sorprendiendo. Las ruinas de la sociedad; el desperfecto sendero que me lleva a pretender encontrar refugio en los espacios más inhóspitos. Puede ser que haya perdido la esperanza hace años, aún así, hay algo en mí que aprieta el detonador de la supervivencia.
Veo una luz verde, casi mimetizada al negro, desde el agujero donde solía descansar una ventana, que trae a mi mente imágenes distantes y difusas. El cansancio de los árboles los obliga a detenerse, de cuando en cuando, para penetrar, con sus sordas voces, en la pragmática visión del entierro del mañana. El reloj de éter amargo amontona en mi boca la arena de los días, pero ya no estoy nervioso, las tinieblas me resultan agradables y reconfortantes. Me he convertido en un cobarde.
Todo comenzó con la desaparición de Aube, o creo que así le decíamos, dejar de decir su nombre es empezar a aceptar que se ha ido. La dejé ir, en realidad. El blanco la encerraba cada vez mas, iluminando todo su cuerpo hasta cegarme por completo. El mundo crujía y se consumía en espantosos ruidos de fricciones, como serruchos atravesando multitudes de hombres de madera. Tuve que girar, encontrar un recoveco donde poder distinguir algún color y correr. No pude verla a los ojos cuando la perdí para siempre. El llanto inaudible, confundido por los motores de la destrucción, repercutiendo telepáticamente en mis ciénagas de estupefacción, mutaba para recitar un poema de dolor leído en un idioma inventado por sus manos temblorosas, que pedían un último contacto antes de partir. Las imágenes se estampan en mis sueños, una y otra vez, como atornilladas en mi retina. No puedo dejar de pensar en ella.
No puedo dejar de pensar en mí. En lo que no hice y en lo que debería haber hecho. El pulso marcado pretendiendo aturdirme y despojarme de mi arco recostado en el pecho de la historia, aquel recorte de notas con olor a miel, siempre adormecidas por la protesta del silencio, que empujan desde gran altura, traspasando las baldosas de mi conciencia, a los jarrones del augurio.
No puedo dejar de pensar en mí. En lo que hice y en lo que debería hacer. Se me secan los labios al contacto con el dulzor de sus palabras y sus lunas; la sed aumenta, siempre aumenta, destruyendo los precintos en las muñecas del tren que ya no corre ni es alcanzado, el ciempiés que cargaba con aquella masa informe, repleta de insolencia, que se hacía llamar humanidad.
 No puedo dejar de pensar en mí. En lo que hice y en lo que debería haber hecho. Pero no hay tiempo para continuar... el alba está pronta a apoderarse de mis miedos y el cielo comienza a decolorarse. El blanco se acerca una vez más... Estas paredes, que me hicieron invisible por varios años, ya no son seguras. El viaje comienza de nuevo.