jueves, 26 de diciembre de 2013


Sigues durmiendo, Goullard... tres veces he venido a ti y siempre tu sueño se interpuso entre nosotros. Fútiles fueron mis intentos de arrancarte de tu mundo onírico. No creo que volvamos a vernos (si es que verte dormir se puede tomar como un encuentro), aunque no quisiera que así fuera. Pero ya es tarde para los dos. Por más que quiero no puedo recordar la felicidad y contemplar este presente, que nos corroe lentamente en abismos que separan nuestras almas, me supone un trastorno que enfría mi corazón.
Si serás terco, Goullard... tengo tantas cosas para decirte y tantas certezas de cómo reaccionarás a cada una de ellas, que debo censurarme para no desafiar tu cordura. ¿Por qué he de callarme? ¿Por qué no revelarte más de la cuenta? Si, al final, no escribo una canción para que sea cantada por mil voces, ni un poema que se petrifique en la historia para recordarse como un himno de la humanidad; sólo estoy escribiendo una carta para ti. Mas, muy a mi pesar, no ahondaré en detalles de mi guerra interna y continuaré con la idea principal de mi última visita.
Me he tomado la libertad de leer lo que estás escribiendo y de plasmar mi ser aquí con la esperanza de que, si en algún momento despiertas, puedas leerme y saber que estuve contigo en estos últimos días... y que te ayudé en todo lo que me fue posible.
Puedes reprocharme el no haber llegado antes o, tal vez, el no haberte advertido de ciertos peligros que sobrevendrían en lugares como este. Todo lo que sientas es correcto y también pertenece a mis dolencias. No pude hacer nada cuando pasó lo de Aube; ni con ella, ni contigo. Es algo que ninguno de nosotros debería vivir y, sin embargo, muchos, como tú, lo han sufrido. Pero, ¿por qué huiste? ¿Por qué rechazaste la compañía de aquellos que habíamos jurado jamás separarnos? Sé que no fuimos capaces de evitar lo inesperado, pero todos estamos destinados a este mundo estúpido, fiel a las más absurdas compilaciones pesimistas, repleto de penas que sobrevuelan los residuos de los recuerdos, sumidos en el más absoluto estupor por lo que pudimos leer de lo que fuimos. Todos somos amantes y culpables del pasado así como del presente, proyectistas de un futuro distinto y menos caótico. Mas es el caos lo que nos une ahora y el ente abstracto que rige nuestros días; y dentro de este régimen soñamos con una unión, una cofradía de sobrevivientes, para lograr lo que nadie pudo antes que nosotros: ser felices entre la miseria.
¿Ahora ves, Goullard? Nuestras esperanzas son magras y renuentes nuestros corazones. El capitán y explorador de las tinieblas, rápido en la risa como en la cólera, el más amigo de los nuestros, así como el más fiero enemigo de la turbulenta personificación de odio que nos persigue, yace a mis pies, en el letargo de oscuridad que le fue otorgado por un tal “Cazador de Almas”. ¿Dónde fue a parar el Goullard de mi infancia? ¿Qué se hizo de aquel que todos amábamos? ¿Leerás esto cuando despiertes o continuarás tu relato sin dar cuentas de que una tipografía distinta separa tu escrito final con el que devendrá? ¿Despertarás algún día? Estoy cansada de tantas preguntas sin respuesta. No puedo decirte adónde iré, no quiero que nadie, por error o por exceso de curiosidad, lea esta despedida, pueda encontrarme luego, e intente acercarme a ti. Ya no seré una carga, ni seré quien te cargue. Si de todas tus penurias sólo saldrás por Aube, entonces ya no pertenezco a tu historia. Pero si alguna vez nos encontramos y puedes reconocer a nuestro ―ya muy reducido― grupo, al mismo tiempo que podamos reconocerte a ti, entonces serás bienvenido y recibido con honores, otrora vanguardia de nuestros ideales, hoy menguante y machucado, inerte ser de profundas penurias, una sombra del Goullard que conocimos.
No hay más palabras en mí... porque sé que lo que quisiera decirte, no deseas escucharlo. Adiós.
                             Siempre tuya...

Kàrminn,
Como solías llamarme.



Fin del Capítulo 1

miércoles, 18 de diciembre de 2013


¿Es acaso necesaria una complicación tan atroz como la que estoy a punto de intentar completar? Pueden llamarme corrosivo, o quizás desmesurado, si se les antoja catalogarme por la malformación de este acto ambiguo que conllevo día a día. Pueden, si quieren, o si creen poder ―¿quiénes pueden creer poder?―, llevarme hasta las catacumbas del olvido por una sinuosa comparación con lo impoluto, si es que en el recinto extraído de la idolatría, dilatado por la creación de nuevos y mejores paladares, existiese un amor tan eterno como el que empleo para desplegar mis alas, o para derramarme entre los dedos de la idiotez, con la idea casi impuesta, e impresa en mi sien, de que viajar por estos versos es un perplejo deleite visual replegándose en la psiquis de quien, en este momento ―que seguramente no será este, si no otro―, duplique mi historia para nutrirse de las vivencias de un enigmático personaje que se hace llamar Goullard; o, por lo menos, así quiere ser llamado. Si mi mente no me miente, o las mentiras no son mi mente, puedo creer que este continuo ir y venir en letras aberrantes que reestructuro durante mi periplo será extraído de mi cadáver, o lo que quede de mí cuando pierda esta absurda y terrorífica batalla, para ser contemplado y estudiado hasta su última frase, con propósitos, quizás, o, por lo menos, espero que así sea, de aprendizaje en el arte de huir y sobrevivir entre males que exceden lo naturalmente conocido.
Es por eso que, en un intento de advertir y también, quizás, de terminar de entender lo sucedido anteriormente, proseguiré a transcribir la conversación que se desarrolló cuando tuve que cortar abruptamente mi anterior escrito por la inesperada aparición de un ente perturbador de lo que creía un escondite perfecto. Mi situación ahora está comprometida, quizás no pueda acabar de recitar lo sucedido antes de que todo haya terminado para mí. Heme aquí entonces, desperdiciando valiosos segundos para ahondarme más en párrafos inconducentes, cuando lo que en verdad vale la pena hacer ahora es lo que prosigo a realizar:
Él se acercó a mí muy callado, pero sabiéndose victorioso; pensé que me habían encontrado, que el odio perpetuo que me perseguía y me había arrebatado a Aube de las manos había sido lo suficientemente inteligente como para rastrearme hasta aquí. Pero todas mis dudas se despejaron cuando me habló; jamás olvidaría la voz de aquel que supo desprenderme vilmente de mi mundo en una desquiciada acción violenta y abrasiva. Este personaje no era él, pero de todas formas tampoco pertenecía a los nuestros, no era, quizás, una huella de lo que fuimos.
―Querido Goullard, por fin nos encontramos. He esperado mucho este momento, desde aquel día en el que tu llanto resonó en los confines del mundo supe que nos encontraríamos. Todos los derrotados llegan a mí, así como tú llegaste; solo pensé que tu desesperación te traería... ¿Cómo decirlo? ¿Antes? No... casi inmediatamente. Es muy sabido...
―¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre? ¿De qué estás hablando?
―¡Pequeño y absurdo insulto de la humanidad! No te conviene interrumpirme. Los fuegos de las almas almacenadas arden con mi cólera. El viento puede arrastrarte muy lejos, quizás más lejos de lo que desearías llegar o, mejor dicho, demasiado cerca de algo que ambos sabemos que necesitas evitar. Tú lo viste y escapaste, sabes que eso lo enfurece. Nadie escapa, no deberías estar aquí y, sin embargo, por alguna razón que escapa a los designios del orden natural, te encuentras frente a mí gozando de un derecho que puede concluir prontamente si no mides tus palabras. ¿Me has entendido?
―...
―¿Y ahora por qué no contestas?
―Es que no sabía si contestándole lo estaría interrumpiendo o no. Podríamos proponer un código simple y conciso para identificar el turno de cada uno, o quizás cronometrar un tiempo anteriormente estipulado para que ambos tengamos posibilidad de desarrollar nuestros pensamientos y/o preguntas: un llamado de atención, como si fuera una señal que medie nuestros párrafos; podemos disponer, tal vez, de un aparato como el utilizado en los juegos de ajedrez, y golpear con entusiasmo y bravura, si se quiere con una mueca de risa, siempre sobradora por la creencia de saberse un as o, simplemente por dilucidar que la frase anteriormente dicha fue una contestación audaz y rápida que nos hace sentir ganadores, un jaque en la guerra de palabras. Muevo mi alfil, siempre en diagonal, y contrarresto tu emboscada. ¡Oh, qué magnificencia! ¿Quién creería que el juego iba a darse vuelta y volvérseme favorable? También podemos jugar al ajedrez de verdad, y mover nuestras piezas sólo en el momento exacto en que terminemos de desarrollar nuestras ideas y estemos dispuestos a escuchar lo que el otro opina al respecto. ¿Tiene un tablero por aquí? O tal vez...
―¡Maldito animal insignificante! ¿Quieres dejar de divagar? Mi paciencia tiene un límite... muy cercana está tu idiotez en sobrepasarlo. Si no callas inmediatamente comenzarás a sentir un dolor aún más profundo que el que estás tratando de evitar. Mis almas pueden encontrar hasta lo más escondido en el inconciente del mundo y perforar tu ser con incontables penas extraídas de miles de años de sufrimiento. Así que presta atención… Hay muchas cosas de las que debemos platicar. Pero este lugar no es el indicado… muy peligroso, demasiado expuesto a la luz. Deberás acompañarme a mi humilde hogar. Vamos, muévete, ya me oíste y... ¡No! ¡No levantes la mano! No podrás hablar hasta que te lo indique... Sígueme.

¡Oh!  ¿Cómo explicar lo sucedido con palabras que se asemejen a los hechos? El humo de muertes incontables me atraía hacia los vaivenes de la inconsciencia. Lágrimas y ríos de endiablada casta me retenían, endeble, en un círculo inhóspito y sombrío. ¡Oh el parpadeo de mis sienes en contacto con la angustia de mi destino! Los incesantes e incontables aullidos de dolor que se mimetizaban en mi mente con mis propias cavilaciones, pues él sabía de lo que yo estaba huyendo y, según dijo, podría enviarme en un suspiro hacia las fauces del peor de mis temores. Mi nerviosismo me había convertido en un imberbe que escupía palabras de insolente estupidez, ocultando mis miedos en una peligrosa montaña de incongruencias que se repetían en faltas de respeto hacia este personaje, que lo enfurecieron de manera indescriptible. Y con cada palabra que iba soltando hacia mi indefenso ser, crecía y crecía, metamorfoseando, con resplandores asquerosos, en un amorfo ente de oscuridad, que luego de enardecerse con cada vocablo, comenzaba a tomar la forma de un enorme dragón hecho de llamas negras, corrupto e impío, pero imposible dejar de verlo, pues sus ojos, que ya se parecían mas a dos lunas rojas, tanto en tamaño como en su contextura, atrapaban mis pensamientos con un vaho de lamentos de miles de seres que estaban destinados a la somnolencia de los suspiros. Parecía nunca dejar de ganar tamaño y poder, y el terror de sus garras, que ya mutaban hasta ser dos agujeros negros en sus extremidades, me sumía al más desdichado estado de patetismo. Parecía yo un niño tembloroso, inerte y desnudo en alma y cuerpo, imposibilitado de gritar o mover un músculo, ante un señor oscuro imponente, maldito, audaz en todos los artilugios de la noche, manipulador del odio y la esclavitud de corazones. Mas cuando levanté la mano para poder tapar mi rostro, pensando que así podría escapar del encantamiento en el que me había inducido, él se calmó. No creo que la compasión sea una de sus virtudes, si no que, creí descubrir, pretendía algo de mí y esto fue lo que más infundió terror en mis pensamientos.

Bajamos, entonces, por las escaleras del edificio que se iba convirtiendo muy de a poco, casi insensiblemente, en una caverna sucia y sombría, abarrotada de tierra y alguna sustancia inquietante que no me es posible describir. A medida que descendíamos el aire se tornaba cada vez más áspero y húmedo, lleno de tristeza y desolación, con un perfume extraño arrebatado de la memoria del tiempo. Cuando hubimos entrado en su recámara pude observar una fogata, formada por unas llamas verdes y negras que despedían imágenes inconclusas de los cabellos enmarañados del pasado, quizás una película en cámara lenta, o una secuencia de páginas animadas, del recuerdo de miles de personas encerradas en un frasco inmortal de soledad. La visión era cada vez más aterradora y, al mismo tiempo, imposible dejar de observar todo lo que se sucedía en una interposición explosiva de años y corazones. Cuando estuve por comenzar a llorar del dolor producido por todo lo que mis ojos recopilaban él volvió a hablarme.
―Es polvo de angustia... te estorba al respirar, lo sé. Quizás en unos minutos te acostumbres, o tal vez no. De todos modos es hora de que tengamos nuestra importante conversación. ¿Tienes alguna objeción?
―Primero quisiera saber tu nombre...
―¿Quieres saber quién soy? Mi nombre se ha perdido hace miles de años, enterrado en el vacío de los que no huyeron y sepultado sobre la inmensa luz cegadora que se los llevó. Los tiempos se moldearon a su antojo y yo reposé mi corteza sobre la oscuridad en el intento de mantenerme apagado. Los rastros de todo lo que alguna vez fue se desprendieron de mi ser para encender La Pira de los Lamentos... ¿Quién diría que los sentimientos podrían ser maleables y convertidos en poder? Un poder que me convierte en gobernante de la oscuridad, energía que me nutre y me protege. Soy ahora ubicuo y temible, una sombra encapuchada capaz de escuchar y saberlo todo, un metamorfo de la noche. Como no hay ya quien se atreva a vivir en la luz, el interminable temor que produce me fortalece a mí. La negrura me pertenece, por lo tanto todo lo que ocurre ahora me es propio y lo manejo a mi antojo. No es momento, aún, para revelarte más de lo que debes saber... como no hay quien pueda nombrarme, o quien se atreva a hacerlo, los infortunados que han llegado a conocerme me han llamado “El Cazador de Almas”.

No puedo continuar escribiendo. No los vi venir. Tal vez este sea mi fin. Quienquiera que encuentre esto no deje que su pánico lo absorba. Todo debe ser puesto en papel, hay que seguir escribiendo la vida. Alguien debe ser capaz de vencer, por eso es imperioso recolectar información. Toda la que sea posible... Ya están aquí...


martes, 10 de diciembre de 2013


Había escuchado, hace mucho tiempo, de este tipo de lugares: edificios enterrados donde pueden utilizarse como refugio los pisos más altos, a los cuales se puede acceder cómodamente desde alguna ventana cercana a la calle. Aunque siempre recibí numerosas advertencias sobre los pisos que residen bajo tierra, nadie sabe qué hay allí, ni quieren saberlo. Muchos escupían anécdotas en las que los que habían bajado jamás regresaron; otros, que una fuerza desconocida y ancestral los convierte en polvo de angustia; pero todo siempre me sonó a superstición. He viajado mucho y al fin encontré lo que buscaba, no puedo dejar que algo, que tranquilamente puede ser irreal, quizá producto de historias inventadas para asustar, aún más, a algún cobarde de turno, me aleje de mi cometido.
La memoria es lo que más me preocupa en este momento. Siento sobre mí el peso de millones de recuerdos que se aferran a mi cuerpo en una infinita sinfonía de aromas imperecederos. Aquel viaje con su fragancia abarrotada de pianos, humo y desolación; la escalera en la cama y el taxi: rosas y sangre; la montaña de luz, en el mismo lugar en el que la dejé, repleta de cuadernos y arrebatos de pasión, con un sutil olor a margaritas; su sombrero y azufre; las alas de la desesperación en un recoveco del atardecer de siempre, inundado en su perfume de vacío. Y sigo perdiendo, no paro de repetirme las delicias del pasado, y sigo perdiendo. ¿Qué es lo que quiero decirme con todo esto? Puedo abotonarme la camisa casi tan bien como lo hacía, sólo que ya no tengo una para comprobarlo. Me falta mucho más por decir, tengo todo el alboroto incandescente en mi cuerpo, y agradezco la ayuda que se me aparece sin aviso, pero no dejo de ser el mismo ente abrasivo que ahuyenta la tormenta. Heme aquí, queriendo restablecer el ámbito que me supo contener en mis años torpes, sin darme cuenta de que caigo sobre los mismo errores, una y otra vez, intuyendo que me encamino a reencontrarme con aquellos colores que me pintaban ausente y hundido en la idiotez, esa etapa de redondez emocional recubierta con chocolate.
Las mentiras y el odio de las letras estremecen mi insondable conciencia, perpetuando el bajo estupor que me rocía en las mañanas, si es que puedo llamar mañanas a las incontables veces que me despierto queriendo seguir en aquel mundo que se asemeja más a la idea de felicidad que uno concibe cuando aún no conoce de lo que es capaz la sociedad ni uno mismo en ese entorno. Estoy exhausto... ¡No! Los puntos no denotan mi estado, ni siquiera por un segundo... pero no puedo dejar de escribirlos. Solo siento mugre en mis dedos y en mi alma; hasta me cuesta escribir ciertas letras. Tengo casi una riña personal con la que le sigue a la ‘ce’. Inocente retazo incrédulo; magnífico, sublime. Todos alaben al imbécil que se antepone a la lógica, al que desafía la física golpeando incontables veces su estropeado cuerpo contra la misma pared creyendo, alguna vez, poder atravesarla.
Me duele el hombro por alguna razón que seguramente puede ser real si supiera cuál es. Es todo lo que puedo decirle, señor, no me mire así, soy real, soy idéntico a la realidad, soy el doble de la vida, el gemelo de la ausencia, un sinónimo para los muertos así como para los vivos, soy, y eso es lo que importa, solo debo creer en eso. ¿Qué? ¿Qué creer? Todo... o nada, son tan importantes por separado como en conjunto. Sólo quiero creer, luego todo puede ser manejable, o creable. Creer y crear, tengo el don de reafirmar lo refutable. La ‘ele’ también empieza a darme problemas. Puedo restablecer todo hasta su punto de inicio, soy casi absoluto. Debo creer... todo cesará cuando lo logre. Escucho ruidos que se acercan lentamente, como si supieran que los oigo y no voy a huir, y eso les gusta, puedo notarlo claramente. ¡Oh! La tortura inusitada, la verdad a medias, la mentira y el árbol que se menea en mi ventana (ya puedo decir que es mi ventana), todos vitoreando mi nombre: “¡Goullard! ¡Goullard!” ¡Púdranse les digo! ¡Púdranse todos! ¡No vuelvan a acercarse a mí! Sólo quiero que una persona vuelva... ¿Por qué, Aube? ¿Por qué?
¿Por qué, qué? ¿Qué puedo preguntarte que sea adecuado? Esta basura soy, ¿lo ves? Ésto soy: el rejunte de residuos ambulante. “Oh, señor, usted que posee algunas cosas que quiere desechar, arrójelas encima de mí; estoy por partir, así que llevo algo de prisa, por favor deshágase de todo lo más rápido posible, yo puedo cargarlo, no se preocupe”. Ahí vienen todos, apurados y deseosos de hundirme más con tal de sacarse de encima su infinidad de inmundicias. Prácticamente ya tengo problemas con todas las letras.
¡Todos amen al estropajo! ¡Todos ámenme! Pero, ¿quiénes son todos? Sigo repitiendo, me sigo repitiendo, repito, me sigo repitiendo, repitiendo me sigo, me sigo, me persigo, persigo mi repetir, mi repetir es eterno pero lo termino aquí. Los ruidos aumentan cada vez más... y vienen de los pisos de abajo, ahora puedo estar seguro. Quizás debí haber hecho caso de todas las advertencias, debí haber creído en las historias que me habían contado... Creer y crear. Debería escapar, pero ya es demasiado tarde... Él está aquí...


martes, 3 de diciembre de 2013


Meditar me resulta oportuno, aún cuando, cansado y aterrado, no haya encontrado un sitio adecuado para envolverme nuevamente en mi oscuridad. Hace tiempo ya que pisé esta ciudad y, aún valiéndome de todos mis conocimientos, no he podido establecerme en el lugar correcto. He corrido durante días, aunque siempre de noche, como si un fuego oculto quemara cualquier superficie en la que se posaran mis pies, con el viento golpeando en mi agrietado rostro, imprimiendo sobre él cicatrices temporales y ocho almas.
En fin, la meditación siempre termina enramándose en el existencialismo. Me valgo de todas estas horas en las que me encuentro taciturno y dubitativo para siempre despegar hacia la misma disertación: ¿Quién soy yo? ¿Soy todo lo que he aprendido o la mínima parte de lo que reaprendo de todo lo que he olvidado? ¿El autor o el paréntesis? Puedo llegar a resultar en un conjunto de años en suma que ya he olvidado, o los últimos segundos que me llevaron a escribir esta oración. ¿Soy los libros que sé que he leído o aquellos de los cuales recuerdo y con los cuales me siento relacionado? Una unión, tal vez, de todas aquellas sinuosas regiones oblicuas que me sustentaron físicamente sobre este mundo. ¿Soy con quien ando? Aquella afirmación no me sería posible dilucidar porque, ¿con quién ando? Conmigo. Eso vendría a significar que yo soy yo porque me frecuento, pero si no sé quién es la persona con la cual represento mi andar, es posible que yo no sea, o en todo caso, si mi vida no se rige por esta sucesión de compañías, puedo llegar a concluir en que soy con quien no ando, es decir que, de todas formas y, aún revolviendo en el organismo central de la frase hecha hasta convertirla en su antónima, puedo llegar a la misma conclusión de no ser por verme desprovisto de un comparativo personificado del círculo “social” que debería frecuentar, o que me rodea. Aunque, reflexionando sobre la posibilidad de ser mediante la imposición de compartir mis días con otro u otros individuos, la individualidad del yo se ve comprometida: yo soy yo cuando tengo el propósito de referirme a mí mismo y, cuando soy consciente de que la hipotética persona que me acompaña está presente, puedo referirme hacia aquel personaje como él (o ella, dependiendo del sexo) pero es que ese “el/ella” también querrá pasar por “yo” cuando emprenda una frase a la que esté refiriéndose a sí mismo, por lo que, en ese instante, yo seré “él”. Entonces no hay ganadores, nadie puede afirmar que puede responder la pregunta obvia y repetitiva en cada reflexión existencial. Es que esta incógnita, a la que hacemos referencia en cada situación en la que dudamos de nuestra esencia, ha sido mal formulada desde los comienzos de esta práctica, así como siempre se buscó el “yo” real de cada individuo, confiscando datos de propia conciencia, sin consultar jamás sobre el análisis de cualquier otro pensador, nunca pudimos llegar a contestar la verdadera intriga consistente en los anales de la historia: ¿Quién ES yo?
Al saber la pregunta real de lo que queremos averiguar, es mucho más probable que lleguemos a la respuesta que, en verdad, estábamos buscando. Entonces ahora cabe analizar quién es digno, o merecedor, de ser “yo”. De todas formas, en la problemática de estacionarnos sobre la persona correcta, deberíamos establecer, tal vez, una escala de valores sobre distintos puntos en común en los que poder discernir, dependiendo de quién haya conseguido más méritos, durante los días que lleva a cuestas, sobre aquellos ítems, que deberían ser discutidos en común acuerdo, para poder concluir la disputa de saber quién se llevará los honores. Y llegado al caso de que todo esto funcionara, y alguien pueda ser catalogado como “yo”, quedaría por establecer, para evitar dejar de ser, cómo denominar a todos los restantes que, desprovistos de los méritos suficientes, han tenido que dejar de llamarse a sí mismos con el pronombre de primera persona del singular. ¿Pasaríamos a ser todos “él” o “ella”? Recuerdo algunos personajes que hablaban en tercera persona, tal vez ellos ya han llegado a esta conclusión antes que yo (¿o ya no puedo llamarme yo?) y se vieron obligados, por falta de autoestima o reconociendo que no eran dignos competidores para ganar el cargo, a referirse a sí mismos como deduzco que deberíamos hacerlo si no pudiéramos alzarnos con la victoria en esta trifulca en busca de poseer una personalidad única.  Si esto fuera cierto, quizás debería adelantarme y comenzar a referirme a mí mismo como Goullard, pero no valdría la pena. Puedo afirmar que yo soy “yo”, ya que me encuentro totalmente solo en este sórdido lugar y, aunque cualquiera podría ganarme en la disputa por el trono, no tengo competencia. Soy como un dictador del ser, soy “yo” porque YO lo digo, y no existe nadie que pueda negármelo. Si yo es otro, entonces sí será la culpa del cobre.


martes, 26 de noviembre de 2013


Parálisis de conciencia... paréntesis callejero que se nutre del pasado envuelto en sábanas de azufre. Cada coincidencia perdida, o encontrada, se desintegra en mis pies, casi como demostrándome la inexorable caída de los cielos, en un vuelo pragmático y singular, que descongela hasta el corazón mismo de mis pesadillas. No hay razón que me llene de astucia o perseverancia, en este símbolo que representa la simbiosis de mi ser con el terreno que me mantiene, siempre vigilante, rechazando la esperanza, se puede ver claramente, como si de una pantalla se tratase, la impasible visión del derrumbe caótico de mi ser. He estado alerta durante varias noches sin poder perseguir una hora de descanso, siempre rechazando la idea de dormitar por unos segundos, por no caer en la desgracia que ya sufrieron, tantas veces, otros que, como yo, estaban obligados al insomnio.
El ruido desciende insensiblemente, a veces aumenta y luego desaparece de nuevo. La tortura es aún mayor ahora que cree que puede encontrarme, ahora que siente que mis latidos aumentan en cada trayecto que recorro. Pero lo estoy perdiendo, lo presiento. Hace un par de lunas que vaga sin rumbo definido, tratando de identificar mi respiración jadeante por la notable falta de ejercicio. De todas formas, aún no estoy a salvo. Puedo percibir el odio que se apodera de su alma, imprimiéndole una cólera barbárica en sus movimientos, repletos de indecisión e incertidumbre. Debo amplificar, ahora y por la mayor cantidad de tiempo posible, las horas que nos separan y convertirlas en días, o semanas, tal vez. Ya aprendí a escapar de él, luego de tantos fracasos y tantas pérdidas, sé, exactamente, lo que debo hacer para lograr mi cometido. Estoy cerca de mi destino: aunque sea por ahora, puedo divisar que ha concluido, este sendero, en las puertas de mis ideas.
Rugen las tres bestias sagradas sobre esta nueva ciudad desierta que declaro, aún estando en un horizonte lejano, y con toda la megalomanía apoderándose de mi ser, será mi nuevo hogar, tan turbio y demacrado como el anterior, envuelto en malezas y pastizales, imponente como una selva de hojalata, pero impía y esquelética, rodeada de miasmas putrefactos provenientes de cataratas nacidas en los picos altos de los edificios del centro. Quizás, en algún tiempo lejano, haya estado habitada por esas mismas criaturas que rodearon mi primer escondite y me obligaron a abandonarlo, en una corrida heroica, aunque trágica; pero puede notarse, aún desde tanta distancia, que hace tiempo que nadie pisa estas calles repletas de mugre, insectos e invadidas por la espantosa vegetación que predomina en estos lugares.
Campanadas de inocencia... estrepitoso fulgor inducido por descuidos divinos. Debo partir ya. No puedo dejar que el sol descubra mi paradero, es prioridad adentrarme en lo desconocido para escapar de lo que no quiero volver a ver, ni sentir, ni oír. Aube vuelve a mi mente, siempre lo hace. Es como si su manto espiritual aún siguiera cuidando de mí, como solía hacerlo cuando estaba conmigo, siempre pendiente de la importancia de lo que yo dejaba ─y aún dejo─ pasar. ¿Puedo hacerlo solo? ¿Puedo pasar la prueba que se me ha impuesto? Tal vez sí... pero, ¿para qué serviría entonces? Sigo envuelto en el estado mas absurdo que la humanidad haya inventado en toda su aberrante historia. Puedo distinguir que nada me atrapa del futuro pero, aún así, vivo y busco seguir viviendo.
¡Oh maravillosa estrella que te posas sobre mi memoria! ¡Oh andar sempiterno de la sapiencia impoluta! Cae sobre mí con toda tu fuerza y revienta mi cabeza contra una roca hasta que mi sangre renueve en tus manos la humedad que el dolor y el llanto te han quitado. Muele a pedazos este corazón que no sabe por qué palpita sin verte; arráncalo de este ataúd de carne que acerroja mi alma, arráncalo y cómetelo para poder darme paz. Si el sentir no es nada al no tenerte, si maldecir no hará que estés de nuevo besando con dulzura mis cabellos o acariciando mis manos para darme esperanzas ¿Por qué continúo haciéndolo? Son fútiles los intentos de reconciliación con los recuerdos, no puedo barrer las cenizas de mis errores y pretender que, sin que nada se corrompa, en un estado de infinita armonía, los parámetros de realidad que se envolvían en mi sien, reconciliados por nuestras mentes, reaparezcan, súbitamente, reestablecidos como orden primordial de la rutina.
¡Oh maravillosa estrella que te posas sobre mi memoria! ¡Oh andar sempiterno de la sapiencia impoluta! No reniegues de tu idiosincrasia celestial al caer solemnemente sobre las planicies de lo oculto. Arrójame al mar hasta ahogarme en los abismos que rebozan de monstruosas apariciones desconocidas. No es vivir no poder abrazarte, no es sentir no poder tocarte, no es justo que el demonio que carcome nuestros cuerpos nos haya separado tan terroríficamente. No es humano el ser... si no soy contigo.
¡Oh maravillosa estrella que te posas sobre mi memoria! ¡Oh andar sempiterno de la sapiencia impoluta! ¡Oh majestuoso llamado de idiotez! ¡Oh parálisis de conciencia... paréntesis callejero que se nutre del pasado envuelto en sábanas de azufre! Calma esta sed de muerte que persigue mis huellas, aunque sea, hasta que descubra cómo poder retomar el rumbo de mis pasos.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Sin título o Página en 
Blanco
(Por Leandro E. Turco)

Capítulo primero
En la búsqueda

Paciencia si los datos no son precisos. No sé dónde mora mi ser por estos días... y hace ya tanto que vagamos por este mar de incertidumbres que no recuerdo cómo fue que llegamos a estar aquí. Llegar, sentir... Las palabras se amontonan en mi sien pero se pierden al instante. Lejos queda el arrollo de canciones ovaladas por el viento. ¿Qué conservo aún de mí? Los harapos de conciencia, el maltrato de la carne; el comienzo del desastre; mentes reflejadas en el cúbico reflejo de inocencia mutilada. Heme aquí expresando lo indescriptible.
¿Cuántos perdimos por el camino? No lo sé, jamás pude llevar la cuenta. Intento esquivar las matemáticas de cadáveres lo máximo posible, el aumento o la decadencia –nadie puede distinguir la diferencia de las cosas más marcadas– mientras luchamos por nuestros huesos, rezamos que se asemejen al acero, nos embadurnamos en ideas que bien podrían haber salido de las estúpidas reacciones de un adolescente. Pronto partiré de nuevo. Es casi una rutina escapar de noche, aunque esta no difiera mucho del día, siempre peleando con las sombras taciturnas e inmóviles conectadas al paisaje putrefacto que, aún después de quién sabe cuánto tiempo, me sigue sorprendiendo. Las ruinas de la sociedad; el desperfecto sendero que me lleva a pretender encontrar refugio en los espacios más inhóspitos. Puede ser que haya perdido la esperanza hace años, aún así, hay algo en mí que aprieta el detonador de la supervivencia.
Veo una luz verde, casi mimetizada al negro, desde el agujero donde solía descansar una ventana, que trae a mi mente imágenes distantes y difusas. El cansancio de los árboles los obliga a detenerse, de cuando en cuando, para penetrar, con sus sordas voces, en la pragmática visión del entierro del mañana. El reloj de éter amargo amontona en mi boca la arena de los días, pero ya no estoy nervioso, las tinieblas me resultan agradables y reconfortantes. Me he convertido en un cobarde.
Todo comenzó con la desaparición de Aube, o creo que así le decíamos, dejar de decir su nombre es empezar a aceptar que se ha ido. La dejé ir, en realidad. El blanco la encerraba cada vez mas, iluminando todo su cuerpo hasta cegarme por completo. El mundo crujía y se consumía en espantosos ruidos de fricciones, como serruchos atravesando multitudes de hombres de madera. Tuve que girar, encontrar un recoveco donde poder distinguir algún color y correr. No pude verla a los ojos cuando la perdí para siempre. El llanto inaudible, confundido por los motores de la destrucción, repercutiendo telepáticamente en mis ciénagas de estupefacción, mutaba para recitar un poema de dolor leído en un idioma inventado por sus manos temblorosas, que pedían un último contacto antes de partir. Las imágenes se estampan en mis sueños, una y otra vez, como atornilladas en mi retina. No puedo dejar de pensar en ella.
No puedo dejar de pensar en mí. En lo que no hice y en lo que debería haber hecho. El pulso marcado pretendiendo aturdirme y despojarme de mi arco recostado en el pecho de la historia, aquel recorte de notas con olor a miel, siempre adormecidas por la protesta del silencio, que empujan desde gran altura, traspasando las baldosas de mi conciencia, a los jarrones del augurio.
No puedo dejar de pensar en mí. En lo que hice y en lo que debería hacer. Se me secan los labios al contacto con el dulzor de sus palabras y sus lunas; la sed aumenta, siempre aumenta, destruyendo los precintos en las muñecas del tren que ya no corre ni es alcanzado, el ciempiés que cargaba con aquella masa informe, repleta de insolencia, que se hacía llamar humanidad.
 No puedo dejar de pensar en mí. En lo que hice y en lo que debería haber hecho. Pero no hay tiempo para continuar... el alba está pronta a apoderarse de mis miedos y el cielo comienza a decolorarse. El blanco se acerca una vez más... Estas paredes, que me hicieron invisible por varios años, ya no son seguras. El viaje comienza de nuevo.