martes, 3 de diciembre de 2013


Meditar me resulta oportuno, aún cuando, cansado y aterrado, no haya encontrado un sitio adecuado para envolverme nuevamente en mi oscuridad. Hace tiempo ya que pisé esta ciudad y, aún valiéndome de todos mis conocimientos, no he podido establecerme en el lugar correcto. He corrido durante días, aunque siempre de noche, como si un fuego oculto quemara cualquier superficie en la que se posaran mis pies, con el viento golpeando en mi agrietado rostro, imprimiendo sobre él cicatrices temporales y ocho almas.
En fin, la meditación siempre termina enramándose en el existencialismo. Me valgo de todas estas horas en las que me encuentro taciturno y dubitativo para siempre despegar hacia la misma disertación: ¿Quién soy yo? ¿Soy todo lo que he aprendido o la mínima parte de lo que reaprendo de todo lo que he olvidado? ¿El autor o el paréntesis? Puedo llegar a resultar en un conjunto de años en suma que ya he olvidado, o los últimos segundos que me llevaron a escribir esta oración. ¿Soy los libros que sé que he leído o aquellos de los cuales recuerdo y con los cuales me siento relacionado? Una unión, tal vez, de todas aquellas sinuosas regiones oblicuas que me sustentaron físicamente sobre este mundo. ¿Soy con quien ando? Aquella afirmación no me sería posible dilucidar porque, ¿con quién ando? Conmigo. Eso vendría a significar que yo soy yo porque me frecuento, pero si no sé quién es la persona con la cual represento mi andar, es posible que yo no sea, o en todo caso, si mi vida no se rige por esta sucesión de compañías, puedo llegar a concluir en que soy con quien no ando, es decir que, de todas formas y, aún revolviendo en el organismo central de la frase hecha hasta convertirla en su antónima, puedo llegar a la misma conclusión de no ser por verme desprovisto de un comparativo personificado del círculo “social” que debería frecuentar, o que me rodea. Aunque, reflexionando sobre la posibilidad de ser mediante la imposición de compartir mis días con otro u otros individuos, la individualidad del yo se ve comprometida: yo soy yo cuando tengo el propósito de referirme a mí mismo y, cuando soy consciente de que la hipotética persona que me acompaña está presente, puedo referirme hacia aquel personaje como él (o ella, dependiendo del sexo) pero es que ese “el/ella” también querrá pasar por “yo” cuando emprenda una frase a la que esté refiriéndose a sí mismo, por lo que, en ese instante, yo seré “él”. Entonces no hay ganadores, nadie puede afirmar que puede responder la pregunta obvia y repetitiva en cada reflexión existencial. Es que esta incógnita, a la que hacemos referencia en cada situación en la que dudamos de nuestra esencia, ha sido mal formulada desde los comienzos de esta práctica, así como siempre se buscó el “yo” real de cada individuo, confiscando datos de propia conciencia, sin consultar jamás sobre el análisis de cualquier otro pensador, nunca pudimos llegar a contestar la verdadera intriga consistente en los anales de la historia: ¿Quién ES yo?
Al saber la pregunta real de lo que queremos averiguar, es mucho más probable que lleguemos a la respuesta que, en verdad, estábamos buscando. Entonces ahora cabe analizar quién es digno, o merecedor, de ser “yo”. De todas formas, en la problemática de estacionarnos sobre la persona correcta, deberíamos establecer, tal vez, una escala de valores sobre distintos puntos en común en los que poder discernir, dependiendo de quién haya conseguido más méritos, durante los días que lleva a cuestas, sobre aquellos ítems, que deberían ser discutidos en común acuerdo, para poder concluir la disputa de saber quién se llevará los honores. Y llegado al caso de que todo esto funcionara, y alguien pueda ser catalogado como “yo”, quedaría por establecer, para evitar dejar de ser, cómo denominar a todos los restantes que, desprovistos de los méritos suficientes, han tenido que dejar de llamarse a sí mismos con el pronombre de primera persona del singular. ¿Pasaríamos a ser todos “él” o “ella”? Recuerdo algunos personajes que hablaban en tercera persona, tal vez ellos ya han llegado a esta conclusión antes que yo (¿o ya no puedo llamarme yo?) y se vieron obligados, por falta de autoestima o reconociendo que no eran dignos competidores para ganar el cargo, a referirse a sí mismos como deduzco que deberíamos hacerlo si no pudiéramos alzarnos con la victoria en esta trifulca en busca de poseer una personalidad única.  Si esto fuera cierto, quizás debería adelantarme y comenzar a referirme a mí mismo como Goullard, pero no valdría la pena. Puedo afirmar que yo soy “yo”, ya que me encuentro totalmente solo en este sórdido lugar y, aunque cualquiera podría ganarme en la disputa por el trono, no tengo competencia. Soy como un dictador del ser, soy “yo” porque YO lo digo, y no existe nadie que pueda negármelo. Si yo es otro, entonces sí será la culpa del cobre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario